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Confesiones - Jacob Boheme

Confesiones

Aceptar la vida es aceptar la existencia del Mal. Y el Romanticismo, como filosofía

de la vida, no podía sino admitir las fuerzas demoníacas como algo positivo. William

Blacke, que en muchos sentidos anticipa a Nietzsche y a Jung, creía que el hombre

podría alcanzar una dimensión gigantesca cuando lograse integrar el cielo con el

infierno, es decir su cielo con su infierno, puesto que, como ya lo había dicho Boehme

todos los llevamos en nuestro propio interior.

Siendo el Demonio el señor de la tierra, este dilema es también el del cuerpo y el

espíritu. Dilema que el racionalismo no fue capaz de superar; simplemente lo aniquiló

suprimiendo uno de sus términos. Esta calamidad comienza con Sócrates, para luego

propagarse en todo el Occidente y llegar hasta sus últimas consecuencias en esta

mentalidad cientificista que nos ha llevado hasta la ruina. Los Tiempos Modernos, en

efecto, se edificaron sobre la ciencia, y no hay ciencia sino de lo general. Pero como

la prescindencia de lo particular implica la exclusión de lo concreto, los Tiempos

Modernos se edificaron aniquilando filosóficamente el cuerpo. Y si los platónicos lo

excluyeron por motivos religiosos y metafísicos, la ciencia lo hizo por razones

heladamente gnoseológicas.

Entre otras catástrofes para el hombre, esta proscripción acentuó su soledad. Porque

la proscripción gnoseológica de las emociones y pasiones, la sola aceptación de la

razón universal objetivamente convirtió al hombre en cosa, y las cosas no se

comunican: el país donde mayor en la comunicación electrónica es también el país

donde más grande y aterradora es la soledad de los seres humanos.

No quiero decir que esta civilización ignore el cuerpo, quiero decir que le ha quitado

aptitud cognoscitiva y dignidad metafísica. Lo ha expulsado al reino de la pura

objetividad, sin advertir que al hacerlo cosificaban al hombre mismo, ya que el cuerpo

es el sustento concreto de la personalidad. La reivindicación del cuerpo por obra de

las filosofías existenciales, Nietzsche se había preguntado ya si debe dominar la

ciencia sobre la vida o la vida sobre la ciencia. En este interrogante y en la respuesta

que le dio se sintetiza la revolución antropocéntrica de nuestro tiempo: el centro no

será más ya el objeto, ni siquiera el sujeto trascendental, sino la persona concreta,

con una nueva conciencia del cuerpo que la sustenta. Para Heidegger, ser hombres es

ser en el mundo, lo que solo es posible por el cuerpo; el cuerpo es quien nos

individualiza, quien nos da una perspectiva del mundo, desde el yo y aquí. No ya el

Observador Imparcial y Ubicuo de la Ciencia sino este yo concreto encarnado en un

cuerpo. En ese cuerpo que se convierte en un ser para la muerte. De donde la

importancia metafísica del cuerpo.

Creo que la actualidad de Jakob Boehme reside, precisamente, de su vínculo con

esta dialéctica vital entre el cuerpo y el espíritu, del sentido positivo que para él tiene

el Mal. Y no me parece exagerado colocarlo como un precursor de esa línea que une

los nombres de William Blacke, Nietzsche, Dostoievsky, Melville y Baudelaire.

El bondadoso místico de Goerlitz, mientras trabajaba el zapato de alguna dama con

sus trinchetas, meditaba "con gran melancolía y turbación" en el insignificante

puesto que la criatura humana ocupaba en la vasta, terrible e indiferente naturaleza.

Sí, claro, Dios estaba en todas partes: en el más pequeño de los bichitos como en el

fuego de los remotísimos astros, en el apacible mundo de un árbol como en el

turbulento universo de nuestras almas. Pero si justamente Dios está en todo, ¿por

qué existen las enfermedades y cataclismos, por qué mueren niños inocentes en

medio de terribles dolores y cómo es posible que seres indefensos sean torturados o

mutilados en medio de las guerras y persecuciones más atroces? ¡Qué permanente

tentación la de esos gnósticos que suponen al mundo gobernado por un triunfante

Espíritu del Mal! Sin duda que el zapatero de Goerlitz ha de haber cavilado más de

una vez en esta (aterradora) posibilidad. Pero era demasiado esperanzado y positivo

para que se entregara a este sombrío pensamiento. ¿No existía la posibilidad de una

Divinidad que incluyera en su sumo ser y en su suma potencia la totalidad del bien y

del mal, de la luz y de las tinieblas? Es seguro que pensará entonces en Nicolás de

Cosa y en su "coincidentia oppositorum", para llegar a esa dialéctica cuasi-begeliana

que es su teoría de un Dios dinámico que se despliega a través del bien y del mal,

para alcanzar la plenitud.

La vasta crisis de los Tiempos Modernos a la que estamos asistiendo es la quiebra

de la mentalidad cientificista, y a través de ella acaso podamos acceder a una

reivindicación de las fuerzas ocultas que esa mentalidad proscribió, en una

reintegración del hombre escindido. Según Hegel, a los periodos más terribles de la

historia se siguen las horas más hermosas, porque de la "conciencia infeliz" que

resulta de nuestra conciencia del mal surge luego una venturosa plenitud; idea que

Nietzsche retoma cuando afirma que de la extrema decadencia resurge un nuevo

clasicismo. No sería inapropiado recordar en relación con estas reflexiones aquella

de Schopenhauer según la cual hay épocas en que el Progreso es Reacción y la

Reacción es Progreso. ¿No estamos precisamente en uno de estos estudios de la

historia humana, cuando resulta evidente el carácter reaccionario de una actitud que

en nombre del progreso nos ha traído la total enajenación y cosificación del hombre?

Debemos agradecer a la señora Alicia Duprat, profunda conocedora y admiradora de

Boehme, la iniciativa de este libro en castellano y su magnífica traducción.

 

ERNESTO SABATO

 

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